viernes, 11 de enero de 2019

"Cien años sin 'Picadillo" (*)

Manuel María Puga y la gastronomía gallega

Un pretexto para revisar la historia de la
literatura sobre la gastronomía gallega.
Álvaro Cunqueiro se reía en La cocina gallega de las limitaciones gastronómicas de lo nuestro. A propósito de los fogones de los Patriarcas de Lisboa, hablaba de la variedad que tienen los portugueses para el bacalao (una receta para cada día y todavía otra más si el año es bisiesto) y, en cambio, en Galicia, "nosotros, pasando con la ajada".
Que existe una cocina gallega –una manera de propia de encarar el ejercicio, cotidiano o extraordinario, de alimentarnos– está fuera de toda duda. Cosa distinta es si existió una gastronomía gallega en ausencia de una burguesía que la exigiese y le diese auge.
Y eso era una de las carencias que padeció la sociedad urbana gallega (coruñesa y viguesa, especialmente) cuando comenzaba el siglo XX: crecían las clases medias y las mujeres de las ciudades pasaban a tener el gobierno doméstico (con servicio o trabajando ellas). No era suficiente repetir las recetas aprendidas de las madres o de la aldea de origen: las circunstancias familiares y sociales exigían un esfuerzo complementario.
Y fue Manuel María Puga e Parga –víctima de la gripe de hace un siglo– quien dio respuesta a esa necesidad. A pesar de sus orígenes familiares hidalgos y del ejercicio del Derecho como alto funcionario o juez, su vocación era el periodismo y muy pronto, en 1895, a los 21 años de edad, comenzó a colaborar en El Noroeste con el seudónimo de ‘Picadillo’. Sus propuestas, explicadas con gran sentido del humor, se volvieron rápidamente populares, lo que permitió que en 1905 apareciesen agrupadas en forma de libro: La cocina práctica. Esta obra –que seguía a 36 maneras de guisar el bacalao (1901)– estuvo muy pronto en muchas casas de las ciudades y villas gallegas. El autor pretendía “enseñar triquiñuelas y adobos a las guisanderas amas de casa”, a las que llamaba “nuestras pobres menegildas”.
El libro venía prologado por Emilia Pardo Bazán, quien –en paralelo a sus creencias literarias naturalistas– consideraba la importancia de la alimentación y de la liturgia que le correspondía. Y la reinvidicación de ‘Picadillo’ y de la necesidad de no perder la herencia culinaria, pedía del coruñés una obra que faltaba: La cocina regional gallega. Señal, obviamente, de que La cocina práctica no jugaba ese papel, pero que de manera explícita sí defendía la variedad de la culinaria gallega. Por lo tanto, pescados y carnes, desde las sardinas y bacalaos populares, hasta la caza, recuerdo de aquella cocina de pazo hidalgo, del Antiguo Régimen…
La obra de ‘Picadillo’ conoció el éxito en forma de diversas ediciones… Ocho ediciones hasta La Guerra Civil, posiblemente tres hasta 1944 y, en adelante, libro demandado por su ausencia en las librerías hasta 1961, cuando se reeditó siete veces más hasta 1981. Siguió otro período de ausencia hasta la edición de cierto lujo hecha por Everest (2001). Unos años después, cuando comenzaron a morir los propietarios de los antiguos ejemplares, la oferta es considerable y a buen precio.
No fue sino hasta 1958 cuando Álvaro Cunqueiro y José María Castroviejo intentaron recuperar la antigua cocina gallega en Teatro Venatorio y coquinario gallego en edición limitada de Monterrey (Vigo), amputada posteriormente en la edición divulgativa de Austral. Tuvieron que pasar todavía 15 años para que el de Mondoñedo diese A cociña galega (Galaxia), al que siguió el recetario en castellano Cocina Gallega y, ya en 1981, de la mano de Xurxo Víctor Sueiro Comer en Galicia.
(*) El presente artículo es una reproducción parcial del artículo Cen anos sen Picadillo, escrito (en idioma gallego) por Joaquim Ventura y apareció publicado en suplemento Faro da Cultura N.º 695, inserto en diario Faro de Vigo edición del 10 de enero de 2019.Traducción: Ricardo Antela Garrido. Para consultar el original en el link anterior, se requiere ser suscriptor del Faro de Vigo.

domingo, 5 de abril de 2015

Gastronomía de Venezuela: Una marca

Hemos querido compartir (y consolidar) los dos más recientes artículos del conocido cocinero, investigador, comunicador y docente venezolano Sumito Estévez, originalmente publicados en el portal Prodavinci, quien se ha propuesto impulsar el proyecto de concretar una idea del patrimonio intangible de la cultura gastronómica venezolana y convertirla en una marca capaz de representar a los venezolanos en el mundo contemporáneo con la fuerza y la claridad que otros gentilicios han conquistado.
La trascendencia de este propósito no sólo es cultural (de por sí importante). Si este proyecto se asumiera colectivamente, especialmente después de que Venezuela supere el trágico momento colectivo que ahora vive, la operación propuesta por Sumito Estévez contribuiría decisivamente, por una parte, a la regeneración de la identidad colectiva, de la cohesión social entre los venezolanos y de la autoestima y la confianza de los venezolanos (como sociedad o colectivo); y por la otra, a transformar la imagen que hoy se tiene de Venezuela como país de petróleo, de misses y ahora de violencia, en un país de referencia por sus arepas y por sus sabores.
Esto es así porque la gastronomía venezolana (y la idea de convertirla en una marca de referencia) aglutina(ría) sin fisuras al colectivo venezolano, más allá de las diferencias ideólogicas que hoy día polarizan y fracturan a los venezolanos. Un programa-bandera que bien podría asumir el futuro gobierno de Venezuela, cuando se quiera unificar afectivamente a los venezolanos. Ser Ministro de Estado para impulsar este proyecto, es para mí el más codiciable cargo público en la Venezuela del futuro ¡Gracias Sumito por estructurar y difundir esta idea!
Mi país gastronómico en una marca
“Uno de los cambios más trascendentales que ha vivido la humanidad en los últimos cincuenta años es que la cultura de un país se haya convertido en el elemento protagónico para vender a ese país.
Antes, para los encargados de promocionar a sus propios países ante el mundo el prestigio lo determinaba la riqueza, el paisaje y el poder. Incluso algo tan poético como la pintura sólo le daba prestigio a una nación si los cuadros de un pintor valían fortunas en una subasta. Pensar que un país iba a atraer turistas gracias a sus bailes, a un plato de comida o a su música rayaba en estupidez de poeta delirante.
Es decir: la idea de que el tango, el ceviche o el rock le produjeran millones a algunos países era, hace medio siglo, una locura.
Todos amamos nuestros propios países y todos quisiéramos que nos respetaran, nos conocieran, nos visitaran, nos quisieran. Todos sabemos que si un visitante por una vez en su vida prueba uno de nuestros platos, entra a una de nuestras casas a cenar o nos acompaña a un mercado se enamoraría perdidamente de lo que somos. Pero esa conciencia colectiva que flota sobre el orgullo de nuestra propia construcción cultural no es más que un saludo a la bandera a la hora de convertirlos en transeúntes por nuestros saberes y sabores.
A la hora de vender, las buenas intenciones no bastan. Es más: nada más peligroso que las buenas intenciones sin foco, sin estructura, sin planes, sin técnicas.
Y suena irónico, pero que el ceviche o la samba le produzcan millones a través de la venta de lo intangible no es intangible.
El primer paso es sentir y creer que uno tiene el con qué, pero una vez que uno sabe que el potencial está allí toca formarse y establecer estrategias.
Vender ante el mundo a la gastronomía de mi país ha sido mi obsesión. Lo ha sido porque tengo la certeza de que aquí confluyeron condiciones que generaron una gran cultura, pero también sé que ello no se traducirá en un movimiento ni, más concretamente, en divisas si no nos planteamos una estrategia.
Lo que verán en este post y en el próximo es un decálogo con muy breves explicaciones de cada punto. Es el plan de acción en el que creo, pero no el definitivo. Mi buen amigo el escritor venezolano Willy McKey una vez me dijo: “El conocimiento es un acto individual, pero la inteligencia es colectiva”. Espero que ustedes, con sus comentarios a este escrito, me ayuden a sumarle puntos a este decálogo que busca la construcción de una marca-país alrededor de nuestra cocina.
I. Los descriptores
El encuentro entre fogones y visitantes es un complejo matrimonio de expectativas: están aquellas que espera encontrar el viajero y están los aspectos de nuestra cultura por los cuales uno desea ser conocido.
Todo visitante viaja con un imaginario y la industria de la restauración debe saber cuál es. ¿Se imagina ir a Perú y que en los tres restaurantes que visite no haya ceviche? ¿Ir a España y que no haya jamón? ¡El viaje estaría incompleto!
Yo soy de los Andes venezolanos y, aunque uno jamás hace pastelitos de carne en las casas, entiendo perfectamente que quien visita mi ciudad los está esperando, aunque me encantaría que esos visitantes supieran también de la grandeza de nuestro mondongo de res.
He bautizado esos elementos como descriptores primarios, secundarios y terciarios, tal como lo expuse hace tiempo en “Mi país en un afiche”. Los primarios son aquellos elementos que dan la tierra y el mar y se asocian inequívocamente con un país: ají dulce en Venezuela o salmón en Noruega, por ejemplo. Esos que van directo a la olla, los del perfume. Los secundarios son aquellas preparaciones populares que terminan por convertirse en ingredientes de otros platos: la morcilla en España o el curry en la India. Es la cocina de la comunión entre el saber histórico y el creador. Podrá ser genial la invención de un bombón de morcilla carupanera relleno de queso guayanés, pero es imposible hacerlo sin antes comprarle a un artesano buena morcilla y buen queso. Y los terciarios son aquellas recetas que definen a una cultura: carne a la brasa en Argentina o arroz salteado en China, por ejemplo.
Saber, enseñar y reconocer cuál es el recetario tiene implicaciones desde festivales típicos hasta la exportación de nuestra manera de ser. Es fundamental que cada país (y cada región) acuerde cuáles son estos elementos y haga literalmente un afiche que todos los entes (restaurantes, hoteles, etcétera) conozcan, para que tengan claro qué es lo que se espera de ellos.
II. Unas siglas: DOC
DOC significa Denominación de Origen Controlada y lograr obtener esas siglas para un ingrediente o un producto es una búsqueda que implica trabajo arduo, pero que paga y se da el vuelto.
Explicarlo es relativamente sencillo: se trata de aquellos ingredientes o preparaciones que sólo se dan de manera perfecta en una zona geográfica específica y, por lo tanto, merecen ser registrados legalmente para evitar imitaciones fraudulentas.
Lograr algo así pasa por un cuerpo de leyes internacionales complejo que logra establecer cuáles elementos son patrimonio de la humanidad, así como los que son patrimonio de una región.
No puede pretenderse que los venezolanos patentemos la palabra cacao y le prohibamos el uso del nombre al resto del mundo; pero perfectamente podemos defender el nombre Cacao Chuao, porque sabemos que sólo en la zona de Chuao se da un cacao considerado excepcional en todo el mundo.
Las implicaciones de una DOC son enormes, tanto por prestigio como por los beneficios económicos. Casi todos los países poseen alguna (vinagre balsámico de Módena en Italia, Tequila en Guadalajara en México, Jamón Ibérico en España, por ejemplo) y tenerlas implica que, aunque la imitación sea impecable, fuera de las zonas de denominación nadie puede usar esos nombres, so pena de costosas demandas legales.
Para que se entienda el poder emocional de una DOC, en el artículo “El tequeño podría dejar de ser venezolano” especulé sobre lo que pasaría si un día nos prohibieran escribir y usar la palabra tequeño. Pero hay que tener claro que establecer una DOC va mucho más allá de las ganas y del orgullo. Hay que demostrar que se trata de un elemento único en el mundo y, tal como lo escribí en “Mi perfume” sobre el ají dulce, esa diferenciación se da por el largo equilibrio construido sobre el clima, la cultura y la sapiencia del hombre.
El Cacao Chuao no es único sólo porque corrimos con la suerte de que la providencia soltara la semilla en el clima ideal. Lo es porque en esa zona se ha desarrollado a lo largo de varios cientos de años una manera particular de tratarlo que, además, sólo es posible dada la estructura matriarcal imperante.
Lo más complejo de una DOC es ponerse de acuerdo. Implica que en el país donde hay una, ningún productor puede hacerlo de forma distinta. Si un día decidimos que nuestro tequeño se hace con una masa específica, todo aquel que lo haga distinto tendrá que vender su producto bajo otro nombre.
Las DOC son el elemento más rentable detrás del turismo gastronómico, pero para obtenerlas es necesario entender tierra, hombre y saberes, para que luego un gran conglomerado formado por la academia, los oficiantes, los industriales y los legisladores se pongan de acuerdo.
III. Un calendario de festivales
Hacer festivales gastronómicos es una de las medidas más efectivas y de las que dan resultados a corto plazo. Cuando se ha decidido convertir a la gastronomía en cohesionador de un ideario cultural, los festivales unen mucho a la comunidad, premian a sus exponentes destacados, generan rutas turísticas, permiten planificar calendarios, actúan como mejoradores de las tradiciones al hacer de la competencia un incentivo, convocan a mucha población y, sobre todo, terminan por convertirse en garantes de que el recetario popular no se pierda. Por lo tanto son (junto a la documentación) el vehículo natural para indexar el patrimonio.
En el plano local, es notable el caso de Margarita Gastronómica (pueden ver algo de esto en “Sobre lágrimas y flores”), donde se muestra una isla con una fiesta de calle que pareciera no acabar.
Pero hacer festivales de cocina es literalmente una ciencia social que debe hacerse de la mano de aquellos que se han formado para entender y trabajar con las personas como recurso. Ésa es la única forma de lograr lo más importante de todo festival: continuidad y hábitos.
Gestores culturales, productores, gremios, comunidades, gobierno, sociólogos… ¡todos trabajando de la mano! Porque el éxito de un festival está en que se haga todos los años en el mismo momento. Eventos masivos de canto, cine, baile, cocina, entre tantos en el ámbito cultural, han logrado su prestigio gracias a comités de producción que trabajan con años de anterioridad esos que están por venir.
Son tres los tipos de festivales que se deben planificar, respetar e incentivar: los de carácter popular, que casi siempre giran alrededor de una receta particular o de un ingrediente en una época específica del año; los que tienen su eje en el concurso del evento y aquellos en los que el gremio de oficiantes actúa en conjunto. En el primer caso hablamos de concursos dados por la estacionalidad (por ejemplo: el Festival de La Sardina) y de la receta que ha dado prestigio (por ejemplo el Festival de la Empanada); y en el segundo caso hablamos de festivales donde un jurado o el público premia a los mejores exponentes (el Concurso de la Tortilla de Papa, el Concurso del Pan de Año o el Concurso del Joven Cocinero Regional); y el tercer tipo de festivales son esos congresos, las expos y los festivales donde el gremio de cocineros toma las riendas de la gerencia cultural.
IV. Nombre y apellido
La cultura la hace la gente. La hacen los garantes, los artistas, los oficiantes, los investigadores. No hay promoción cultural sin nombre y apellido. De los saberes, de los profesionales y de la academia.
Así como, tomando la palabra del mundo del vino, describí la necesidad de establecer tres bloques de descriptores gastronómicos, también es necesario conocer y reconocer a aquellas personas que hacen contribuciones y hacer una lista. Como estrategia, esta decisión va mucho más allá del respeto y del ego: sin héroes no hay proceso; sin referencias no hay proceso; sin historia no hay proceso.
Todo movimiento cultural se sustenta en el nombre y apellido de gente. Hablar de tango es hablar de compositores, hablar de galerones es hablar de cantantes y hablar de cocina es, igualmente, hablar de gente. Toda comunidad debe aprender a aplaudir y homenajear. Es un ejercicio bonito de humildad colectiva y de certeza.
Son tres las listas de nombres que hay que levantar y ninguna es más importante que la otra.
La primera es la de los garantes de saberes y sabores. Aquí entran las personas que toda la vida han hecho o hicieron muy bien un plato o un producto en un local y convocan multitudes. Desde la empanadera que tiene treinta años en una plaza, hasta el inmigrante que popularizó un ahumado. Desde el señor que es famoso porque cada mañana se levanta a hacer un mondongo hasta el que todos los años ganó el concurso de guiso de chivo.
Otro grupo de nombres es el de quienes han hecho de la cocina su profesión desde los patrones de la innovación y la revisión. Los chefs, los cocineros, los que trabajan la Alta Cocina. Ellos son los cerrajeros, porque su fama abre muchas puertas desde su condición de embajadores. Son aquellos nombres que se aprenden los chicos de las escuelas de cocina. Los que crean movimientos culturales. Los ideólogos del oficio.
Finalmente está el grupo de quienes han hecho de la investigación y la documentación su obsesión: antropólogos, sociólogos, historiadores, periodistas, escritores, investigadores, cronistas. Aquellos que hacen que un país sea reconocido en todo el mundo desde las vitrinas de las librerías y desde el salón de las academias.
Ya hace varios años escribí el artículo “Embajadores vinotinto” que muestra claramente que nombre y apellido en cocina es una forma de tener embajadores culturales. Y son muchos los perfiles de cocineros de alta cocina (“Los tiempos de Héctor Romero”, por ejemplo) y populares (“El cuajao de Isabel”, por ejemplo) que he escrito, tras la búsqueda de una crónica que aplauda a nuestros mejores exponentes.
V. El patrimonio intangible es una marca
Cuando se habla de patrimonio inmaterial o intangible, nos referimos a aquellos aspectos de un país que hablan del acto creador.
Hay que entender que lo patrimonial no está formado únicamente por los bienes canjeables de riqueza (oro, agua, petróleo), la tierra (espacio territorial a vender o alquilar), los activos de infraestructura (puentes, edificios) y los bienes culturales de valor comercial (obras de arte, monumentos, antigüedades). El patrimonio de una nación también está en sus ideas, sus ritos y su oralidad. Reconocerlo es quizás uno de los pasos más trascendentales que ha dado el hombre. Para que se entienda mejor: por primera vez un libro no sólo vale por su rareza sino por las ideas que contiene.
Creer en el patrimonio inmaterial como concepto que le genere riquezas a un país cambió por completo la escena de mercadeo de las naciones. Y la cultura gastronómica es patrimonio inmaterial.
Hoy prácticamente todas las naciones tienen un logotipo, un eslogan y una serie de valores asociados. El viejo estilo de mercadeo donde paisajes y monumentos eran la punta de lanza le ha dado paso a uno más impalpable pero más eficaz: algunas naciones desean verse como espacios de amor, otras de meditación, otras de alegría, otras de pujanza. Y la única forma de vender valores es desde los ritos y la cultura.
No hay que tener miedo en pensar en un país como un activo que deba mercadearse desde una marca como si fuera un producto. Irónicamente la aparición del concepto de lo inmaterial en algo tan capitalista como vender un producto ha sido el principal muro contra ese lado perverso de la globalización que es la anulación de las fronteras culturales. ¡Si deseas vender a tu país desde su cultura, debes inventariar y defender esa cultura!
Puede parecer que generar una marca-nación con eslogan y logotipo debe ser el último paso, una vez resueltos todos los aspectos precedentes ya comentados (y por comentar en la segunda parte). Pero así como para cualquier aventura comercial ayuda mucho enfocarse desde el principio en las líneas de investigación y de acción, cuando se define una marca, con misiones y visiones adosadas, siempre estará adosada una forma de ver la vida y el lenguaje que nos define.
Puede resultar grosero pensar que una nación no se diferencia de un par de zapatos deportivos a la hora de salir a venderla, pero si entendemos que hoy en día un zapato no se mercadea por duradero (lo tangible), sino por el estilo de vida que le confiere al usuario (lo intangible), puede resultar menos descabellado pensar que detrás de la promoción de valores culturales, los publicistas, diseñadores y creativos tienen mucho que aportar.
Hay un texto que titulé “Burocracia versus marca-país” que, aunque está enfocado a detectar aquellos aspectos que han frenado una marca-país para Venezuela con la gastronomía como eje vector, resume lo hasta aquí expuesto. Y en “Margarita: la construcción de una marca” narré un caso (bastante importante) que se ha venido dando en esa dirección esta isla donde habito.
En la próxima parte veremos los otros cinco aspectos que faltan en este decálogo para la construcción de una marca Venezuela alrededor de su gastronomía. Y entenderemos por qué es necesario hacerlo. Es nuestro pequeño plan de acción, de cara a este siglo XXI que no termina de arrancar.
VI. Sustentabilidad
Pocas cosas más peligrosas que las personas con poder que tienen buenas intenciones, pero carecen de las herramientas técnicas y el conocimiento para llevarlas a cabo. No sólo hacen que se pierdan oportunidades históricas, sino que quienes vienen después deben dedicarse a reconstruir.
Cuando se trata de promoción gastronómica, existe una responsabilidad permanente con la sustentabilidad ecológica e histórica del patrimonio. Naturaleza, economías locales y estructuras sociales conviven en medio del más frágil de los equilibrios. Se necesita muy poco para destruir el entramado que, a lo largo de décadas, logra erigir una comunidad.
Ya hemos visto las inmensas ganancias, tanto emocionales como económicas, que puede conferirle a un país la construcción de una marca-país alrededor de la gastronomía como patrimonio cultural intangible. Pero esa ganancia trae adosada una enorme responsabilidad. El concepto de un mundo verde, orgánico y justo gana espacios donde muchas veces impera el camino del eslogan de mercadeo atractivo (como bien expuse en mi escrito “Verde, orgánico, justo”) en lugar de un cuidado verdadero que vincule estos conceptos. Por eso es fundamental que quienes estamos haciendo gerencia cultural nos formemos, nos asesoremos y entendamos las consecuencias de nuestros actos.
Vivimos un momento en que la cocina emociona y entretiene. Y lograrlo muchas veces tiene que ver con ser original. Distanciarse, especialmente en alta cocina, depende de poseer y “descubrir” ingredientes nuevos, pero nuestro poder de promoción es muy grande y con rapidez podemos poner de moda ingredientes y comunidades, sin detenernos a pensar en las consecuencias de ese estrellato súbito del cual podemos ser culpables.
Ha llegado el momento en que los cocineros, y todos los involucrados en restauración, nos hagamos cuatro preguntas básicas que muchos en otros oficios se han hecho: ¿Con lo que hago empobrezco la tierra? ¿Con lo que hago empobrezco a otras personas? ¿Con lo que hago empobrezco el entramado cultural de otros? ¿Con lo que hago empobrezco la salud de la gente?
VII. Estacionalidad
A estas alturas hemos atendido dos elementos útiles para construir las bases para la promoción gastronómica: festivales y sustentabilidad. Y para que ambos tengan sentido hay que entender la estacionalidad como uno de los grandes aliados. Entonces, surgen tres preguntas más: ¿Cómo hablar de estaciones en países que aparentemente no las tienen? ¿Qué hacer con esta Venezuela de trópico barroco que se bambolea entre azul de cielo y lluvia torrencial? ¿Estamos de verdad dispuestos a respetar las estaciones gastronómicas?
El primer paso es hacerle entender a todos los involucrados en el proceso que en gastronomía la estacionalidad no tiene nada que ver con las cuatro estaciones climáticas clásicas. Se trata de un concepto referido al aprovechamiento de aquellos ingredientes que estpan disponibles durante un tiempo limitado.
Todos hablamos y entendemos la globalización. Y todos la criticamos cuando se trata de procesos culturales. Pero rara vez estamos dispuestos a sacrificar la comodidad de tener todo lo que queremos todos los días del año en todos los supermercados. Solemos hablar de cocina de mercado, de movimientos como kilómetro cero (ver “kilómetro Quinta Crespo”), de respetar el entorno, ¿pero estamos realmente dispuestos a no tener tomate o cebolla durante varios meses, para respetar los tiempos naturales de crecimiento de ambos productos? No, no lo estamos. Y es justamente esa presión la que ha llevado al ser humano al monocultivo y a olvidar que hasta hace apenas unas décadas la gastronomía era, desde hace milenios, un equilibrio entre la estacionalidad y el fogón.
Los festivales populares de cocina suelen ser estacionales. Un Festival del Pan de Año (Artocarpus altilis) se hace en época del fruto. Un Festival de la Sapoara (un pescado del río Orinoco, en el estado Bolívar, Venezuela) se hace en agosto porque en ese momento crece el río y ellas vienen a desovar. Pero basta que quienes hacen gerencia cultural olviden esos procesos y pongan de moda un producto, para que nos encontremos con festivales en meses más rentables para el turismo o con una presión de consumo que supere la demanda.
Además, la estacionalidad no es sólo biológica. Puede darse por vedas legales (parciales o temporales) que buscan protección de algunas especies. También puede ser producto de la recomendación de científicos que activen algunas alarmas. Un buen ejemplo del segundo caso es la alarma ante la moda de la quinoa (Chenopodium quinoa), pues debido a esa moda las poblaciones indígenas que históricamente la sembraron (en Bolivia y Perú, principalmente) están sustituyendo muchos de sus sembradíos por monocultivos de quinoa, generando una nueva pequeña clase social de millonarios (que antes eran vecinos) paseando en grandes camionetas, pero también muchos hambrientos que ahora tienen que importar desde otras poblaciones el alimento, porque ya nadie lo siembra en el entorno. Semejante distorsión es consecuencia directa de la buena intención de cocineros amantes del legado precolombino y de comerciantes que creen en lo orgánico y el comercio justo.
Antes de iniciar una moda, es fundamental hacer un catálogo estacional del país. Este trópico “sin estaciones” es en realidad un barroco de biodiversidad (tal como escribí en mi artículo “Niños recogiendo mangos”), donde cada mes es la estación de algún producto. Quienes estamos en la industria de la restauración debemos consultar, mes a mes, con cuáles productos contamos y, sobre todo, cuales no deberíamos tocar.
De hecho, conocer con meses de antelación aquello con lo que contaremos es el sueño de todo cocinero, porque le permite predecir y planificar festivales de cocina y menús de degustación de temporada. ¿No es temporada de cazón (Galeorhinus Galeus)? ¡Mejor! En ese periodo las empanadas son de otro sabroso pescado y cuando si haya tiburón, pues se celebra con vítores su temporada.
VIII. Documentación
Documentar lo que vemos, lo que pensamos, lo que hacemos, lo que haremos. Documentar sin parar. No hay forma de que una cocina sea reconocida internacionalmente si no entendemos eso. Nuestra cocina tiene que estar en vidrieras de librerías, en blogs, en fotos, en redes sociales, mostrada en documentales y en audiovisuales cortos y largos.
Documentar implica que otros en otros lugares (y en otras épocas) puedan replicar un recetario. Documentar puede sacar del anonimato a un plato casi extinto, tal como sucedió con nuestra polvorosa de pollo gracias a Armando Scannone. Documentar es preservar la memoria y homenajear. Pero documentar también es subir la vara de la calidad, porque crea referencias para otros.
Documentar tu cultura implica colocar el nombre de tu país en un buscador de internet y sentir orgullo.
Quien no documenta, pudiendo hacerlo, es un egoísta que obliga a otros a pensar en aquello que ya fue pensado. Quien documenta coloca ladrillos para que a partir de ellos las generaciones futuras sigan edificando.
Queremos leer, pero no estamos enseñando a escribir. El tiempo de la oralidad cultural pasó y hoy en día de nada sirve una cultura gastronómica sin recetario y sin investigación: de nada sirve una receta si, por estar mal escrita, es irrealizable.
Es fundamental que quienes hacen formación gastronómica enseñen a documentar. Ámbitos gastronómicos profesionales como crítica, periodismo, cocina o fotografía, poseen una forma muy específica de lenguaje. Y si esa narrativa no es encarada con metodología, no sólo deja de lograrse una trasmisión pragmática del conocimiento, sino que además un crítico deja de incentivar cambios necesarios, el periodismo no pasa de la primera capa superficial de la reseña social, el cocinero no logra que sus recetas sean replicables y el fotógrafo muestra platos tristes y poco provocativos que poco contribuyen con la construcción de una estética nacional.
Finalmente, un aspecto en extremo necesario: establecer una disciplina documental, usando como base los principios que hemos ido enumerando en este escrito, permitirá la construcción de un concepto de país partiendo del ejercicio de la regiones.
Las regiones pueden ser de carácter geográfico, porque la biodiversidad unifica criterios (la cocina del sur, por ejemplo). Pero también pueden ser de carácter cultural (la cocina llanera) o de carácter estadal (la cocina de Lara). Pero es imposible hablar de la cocina de un país si primero no se documenta su cocina regional. Unificar criterios desde el lenguaje y la bandera, como veremos más adelante, pasa por este proceso.
No podremos hablar de cocina nacional (y por lo tanto de marca-país) sin antes definir aquellos aspectos en los que estamos de acuerdo desde la diversidad.
Tenemos mucho tiempo encarando el lenguaje gastronómico desde planos afectivos. Ya es hora de hacerlo con una mirada más técnica. Es momento de que los cocineros hagamos muchos libros de recetas porque estos son reservorio de nuestra memoria gustativa, dejan documentada nuestra oralidad y son parte de nuestro pasaporte. Tal como escribí alguna vez en “La rebelión poética de quienes suben a la red”, no debemos sentir vergüenza por nuestra forma de escribir, porque no hay palabra mas torpe que la no escrita.
IX. Lenguaje
Pocas cosas más liberadoras que el lenguaje cuando expresa nuestra forma de ver la vida y, al mismo tiempo, pocas cosas más colonizadoras.
No es casual que lo primero que trata de sustituir todo invasor es el idioma. Y no es casual el afán de los autócratas por sustituir nomenclatura y nombres por unos nuevos. Pero cuando me refiero a lenguaje no sólo lo hago desde el plano semántico, desde la palabra, sino también refiriéndome a la forma en la que asumimos los ritos, las costumbres, el asco, la estética de nuestros utensilios y hasta las reglas de nuestros concursos de cocina.
En un viejo texto que titulé “Manifiesto Venezuela” decía que entendemos la necesidad de la palabra como herramienta de comunicación entre pares, pero comenzamos apilar palabras hermosas como sofrito, tostadito, hervor suave y no nos da vergüenza explicar que a veces las cosas deben endurecerse hasta tener el punto de un majarete. ¡Ésa es la clave! Entender que existe un lenguaje técnico que también puede escribirse desde nuestra manera de ver el mundo.
A los alumnos en las escuelas de cocina se les explica que los caldos bases se aromatizan con un atado que tiene laurel, tomillo, perejil y parte verde de puerro. Y también se les explica que el nombre técnico de ese atado es bouquet garni. Está muy bien que sepan decirlo en francés, porque será la forma de comunicarse con otros cocineros en cualquier parte del mundo. Pero lo que no está nada bien es que piensen que todo caldo se aromatiza con esa combinación que equivale a la infancia de los niños franceses y que nadie les explique que en Venezuela eso se llama compuesto y que el nuestro lleva cilantro, cebollín y yerbabuena.
Toda forma de expresión es un lenguaje.
Que nos parezca válido comer con nuestro tenedor la comida del otro nos lleva a inventar platos para compartir. Que entendamos que el pabellón es democrático, porque cada comensal lo come distinto (unos revuelven todo, otros comen cada cosa por separado, otros revuelven primero arroz y caraotas) nos lleva a entender que no nos gusta que nos indiquen cómo comer (y explica el fracaso del pabellón presentado en capas, por ejemplo). Que escribamos nuestras reglas de concurso hará que ollas de barro y cucharas de madera, hoy prohibidas, regresen a lugar del cual jamás debieron haber salido.
Entender que hay que redefinir nuestro discurso es, tal como escribí en “Del discurso y su método”, no sólo explicar nuestra gastronomía desde sus orígenes, sino también desde el entendimiento de su evolución gracias a la sapiencia y al hedonismo del colectivo.
Ha llegado el momento de decir que un fumet de poisson es un sancochito aguado bien sabroso (pero sin ají dulce) que hacen los franceses.
X. Bandera gastronómica
El logotipo comestible del mercadeo gastronómico es lo que se llama bandera gastronómica. Es un ejercicio muy bonito decidir colectivamente cuál habrá de ser. Todas las regiones desearían que uno de sus platos emblemáticos pase a ser esa bandera, pero no todo plato posee las características necesarias.
El primer paso es decidir cuáles son los platos que han traspasado el ámbito regional para convertirse en platos nacionales. Por ejemplo: el pabellón criollo y la hallaca. Pero no basta con que un plato esté presente en todas las regiones de un país para que pueda ser bandera gastronómica, ya que debe tratarse de un plato que también sea replicable con facilidad (que se pueda estandarizar) y que siempre quede igual. Por eso debe tener elementos que se puedan importar desde el país de origen (envasados y con código de barras), debe permitir emprendimientos gastronómicos fuera de sus propias fronteras (casi siempre se trata de platos de cocina rápida) y debe tener sabores aceptados universalmente o, al menos, de amplio espectro. Lograr todo eso al mismo tiempo no es nada fácil.
Si lo vemos con detenimiento, platos como el ceviche peruano, el taco mexicano, el arroz chino, la hamburguesa norteamericana, la salchicha alemana o la pizza reúnen todas las condiciones descritas.
Un plato bandera no necesariamente es el mejor plato de un país ni el más complejo: es sencillamente aquel que permite exportar una forma cultural.
En el caso de Venezuela, la arepa es claramente esa bandera. En “Días de arepa” soñé lo que podría significar esa arepa para un venezolano, desde su niñez hasta cuando emigra con ella debajo del brazo.
Para servir arepas primero hay que aprender a cocinar (¡y mucho!), porque hacer una arepa rellena de asado negro, de carne mechada o de pisillo de cazón implica entender bien las técnicas y la sazón venezolanas. Después hay que entender nuestro lenguaje desde sus entrañas más urbanas, hasta decir, para nombrarlas, pelúa, sifrina, dominó o reina pepiada.
De allí que lo más interesante que tiene la arepa como bandera gastronómica es que en el fondo es un Caballo de Troya que lleva en sus entrañas buena parte de la cultura de nuestro país.
Hay una frase de Aldous Huxley que he repetido en muchas ocasiones: “La indiferencia es una forma de pereza, y la pereza es uno de los síntomas del desamor. Nadie es haragán con lo que ama”.

El trabajo para posicionar a Venezuela en el ámbito gastronómico desde la intangibilidad cultural es colosal, pero el amor que le tenemos no nos perdonaría la pereza. Empecemos."

martes, 16 de noviembre de 2010

La gastronomía como patrimonio cultural


Pensar sobre la comida nos ayuda sobremanera a revelar cómo entendemos nuestras identidades personales y colectivas… Pensar sobre la comida puede ayudarnos a revelar las ricas y complicadas texturas de nuestros intentos de autoentendimiento al mismo tiempo que la interesante y problemática comprensión de nuestra relación con los otros.
Uma Narayan

En el año 2001 se celebraron en Buenos Aires, Argentina, las Primeras Jornadas sobre Patrimonio Gastronómico, en las que se trató de reflexionar sobre un conjunto de temas específicos escogidos y entre cuyos objetivos estuvo brindar un marco teórico y conceptual de la concepción de la comida inserta en un proceso cultural específico de un pueblo o grupo social determinado, y su definición como elemento constitutivo de identidad, así como la identificación de una cocina nacional que respondiera a la diversidad cultural como pueblo de esa Nación.
Y es que, como lo expuso Marcelo Álvarez en ese evento, comer es un hecho social complejo que pone en escena un conjunto de movimientos de producción y consumo tanto material como simbólico diferenciados y diferenciadores. De allí que “el consumo de alimentos y los procesos sociales y culturales que lo sustentan, contribuyen a la constitución de las identidades colectivas”.
Pues bien, si la gastronomía de un país contribuye a la constitución de la identidad colectiva, debe llamarnos entonces la atención que el día de hoy se anunciara al mundo que la UNESCO decidiera incluir a la gastronomía en la lista de patrimonio cultural inmaterial, durante su quinta sesión ordinaria en Nairobi, capital de Kenia. Por primera vez en la historia se incluye a la gastronomía en esa lista, mediante la incorporación de la gastronomía francesa, la cocina tradicional mexicana y la dieta mediterránea, ésta última propuesta de manera conjunta por España, Grecia, Italia y Marruecos, todos países mediterráneos, valga la redundancia.
Según el Comité de la UNESCO, el mérito de la gastronomía francesa es que es “una práctica social consuetudinaria [frecuente] que tiene por objeto celebrar los acontecimientos más importantes de la vida de personas y grupos”; “una comida festiva en la que los comensales reunidos practican el arte del buen comer y del buen beber”, que “subraya la importancia que tienen el hecho de sentirse a gusto juntos, el placer de degustar manjares y bebidas, y la armonía entre los seres humanos y los productos de la naturaleza” y “contribuye al estrechamiento de los lazos familiares y amistosos, y en un plano más general refuerza los vínculos sociales.”
Los elementos más importantes de la gastronomía francesa comprenden, según el Comité, una selección cuidadosa de los platos que se van a preparar, escogiéndolos de un recetario en aumento constante; la compra de productos de calidad, locales de preferencia, cuyos sabores concuerden; la armonización de los manjares con los vinos; la ornamentación de la mesa; y el acompañamiento del consumo de los platos con gestos específicos, como oler y catar. Adicionalmente, la comida debe ajustarse a un esquema predeterminado: tiene que comenzar por un aperitivo y finalizar con la toma de una copa de licor, y debe comprender como mínimo cuatro platos: entremeses, pescado o carne con acompañamiento de verduras o legumbres, quesos y postre. Finalmente, se destaca que los gastrónomos, quienes poseen un conocimiento profundo de la tradición culinaria y preservan la memoria de ésta, velan por una práctica viva de los ritos gastronómicos y los transmiten, oralmente o por escrito, a las generaciones más jóvenes.
En cuanto a la cocina tradicional mexicana, se señaló nada menos que es “un modelo cultural completo que comprende actividades agrarias, prácticas rituales, conocimientos prácticos antiguos, técnicas culinarias y costumbres y modos de comportamiento comunitarios ancestrales”, todo lo cual ha llegado a ser posible gracias a la “participación de la colectividad en toda la cadena alimentaria tradicional”, desde la siembra y recogida de las cosechas hasta la preparación culinaria y degustación.
Elementos básicos de este sistema son, según la propuesta hecha al comité, el maíz, los fríjoles y el chile; métodos de cultivo únicos en su género; procedimientos de preparación culinaria como la nixtamalización; y utensilios especiales como metates y morteros de piedra. A los productos alimentarios básicos se añaden ingredientes autóctonos como tomates de variedades diversas, calabazas, aguacates, cacao y vainilla. Destaca finalmente el Comité que “el arte culinario mexicano es muy elaborado y está cargado de símbolos”, y sobretodo, que en todo México se pueden encontrar agrupaciones de cocineras y de otras personas practicantes de las tradiciones culinarias que se dedican a la mejora de los cultivos y de la cocina tradicional, cuyos conocimientos y técnicas son una expresión de la identidad comunitaria y permiten fortalecer los vínculos sociales y consolidar el sentimiento de identidad a nivel nacional, regional y local, todo lo cual resalta la importancia que la cocina tradicional mexicana tiene como medio de desarrollo sostenible.
Finalmente y con relación a la dieta mediterránea, su mérito es, según parece destacarlo el Comité, que “es un elemento cultural que propicia la interacción social, habida cuenta de que las comidas en común son una piedra angular de las costumbres sociales y de la celebración de acontecimientos festivos.”, Además, ha originado “un conjunto considerable de conocimientos, cantos, refranes, relatos y leyendas… está arraigada en una actitud de respeto hacia la tierra y la biodiversidad y garantiza la conservación y el desarrollo de actividades tradicionales y artesanales vinculadas a la agricultura y la pesca en muchas comunidades de países del Mediterráneo”.
En el modelo nutricional de esta dieta, que a juicio del Comité ha permanecido constante a través del tiempo y del espacio, los ingredientes principales son el aceite de oliva, los cereales, las frutas y verduras frescas o secas, una proporción moderada de carne, pescado y productos lácteos, y abundantes condimentos y especias, cuyo consumo en la mesa se acompaña de vino o infusiones, respetando siempre las creencias de cada comunidad.
Esta “lista del patrimonio cultural inmaterial de la Humanidad" fue instituida en el 2003 y ratificada hasta el momento por 132 países, y su objetivo es proteger culturas y tradiciones populares, de la misma manera que lugares y monumentos. Resulta evidente entonces que la incorporación en esa lista de la gastronomía francesa, la cocina tradicional mexicana y la dieta mediterránea, permitirá su conocimiento y divulgación por todo el mundo, y sin lugar a dudas significará un impulso importante al turismo y al prestigio internacional de los países involucrados y a su promoción, como suele ocurrir con otros patrimonios de la UNESCO.
Pero lo realmente llamativo es que, con esta declaratoria, lo que tácitamente se le ha dicho al mundo es que, al menos para la UNESCO –y sin perjuicio de quienes discrepen de ello–, la gastronomía francesa, la cocina tradicional mexicana y la dieta mediterránea no sólo contribuyen a constituir la identidad colectiva de Francia, de México y del Mediterráneo como región cultural, sino que estos tres tipos de gastronomía trascienden las fronteras de esos países y se han convertido en hechos culturales de relevancia universal. ¡Casi nada!
Toca entonces que en Venezuela nos tomemos en serio el rescate de la gastronomía venezolana y seamos capaces de hacer llegar ese primoroso día en que pueda decirse con fundamento que comer venezolano es una práctica social frecuente para celebrar los acontecimientos más importantes en la vida de los venezolanos, así como que es un elemento cultural que propicia la interacción social y que contribuye al estrechamiento de lazos familiares y de amistad (¿no pasa un poco esto con la hallaca en Navidad?); o que a través de la cocina venezolana practicamos el arte del buen comer y del buen beber; o más aún, que es todo un modelo cultural que se hizo posible gracias a la participación y compromiso de la colectividad en toda la cadena alimentaria tradicional. Todo un reto que debería ser impulsado o liderado por el Ministerio de la Cultura, en alianza con el Ministerio del Turismo y con tantas personas e instituciones privadas que se han preocupado siempre por este asunto.
Nos vemos en la mesa…