Hemos
querido compartir (y consolidar) los dos más recientes artículos del conocido
cocinero, investigador, comunicador y docente venezolano Sumito Estévez, originalmente
publicados en el portal Prodavinci, quien se
ha propuesto impulsar el proyecto de concretar una idea del patrimonio
intangible de la cultura gastronómica venezolana y convertirla en una marca
capaz de representar a los venezolanos en el mundo contemporáneo con la fuerza
y la claridad que otros gentilicios han conquistado.
La
trascendencia de este propósito no sólo es cultural (de por sí importante). Si este
proyecto se asumiera colectivamente, especialmente después de que Venezuela
supere el trágico momento colectivo que ahora vive, la operación propuesta por
Sumito Estévez contribuiría decisivamente, por una parte, a la regeneración de
la identidad colectiva, de la cohesión
social entre los venezolanos y de la autoestima y la confianza de los
venezolanos (como sociedad o colectivo); y por la otra, a transformar la imagen
que hoy se tiene de Venezuela como país de petróleo, de misses y ahora de
violencia, en un país de referencia por sus arepas y por sus sabores.
Esto
es así porque la gastronomía venezolana (y la idea de convertirla en una marca
de referencia) aglutina(ría) sin fisuras al colectivo venezolano, más allá de
las diferencias ideólogicas que hoy día polarizan y fracturan a los venezolanos.
Un programa-bandera que bien podría asumir el futuro gobierno de Venezuela,
cuando se quiera unificar afectivamente a los venezolanos. Ser Ministro de
Estado para impulsar este proyecto, es para mí el más codiciable cargo público
en la Venezuela del futuro ¡Gracias Sumito por estructurar y difundir esta
idea!
Mi país gastronómico en una marca
“Uno
de los cambios más trascendentales que ha vivido la humanidad en los últimos
cincuenta años es que la cultura de un país se haya convertido en el elemento
protagónico para vender a ese país.
Antes,
para los encargados de promocionar a sus propios países ante el mundo el
prestigio lo determinaba la riqueza, el paisaje y el poder. Incluso algo tan
poético como la pintura sólo le daba prestigio a una nación si los cuadros de
un pintor valían fortunas en una subasta. Pensar que un país iba a atraer
turistas gracias a sus bailes, a un plato de comida o a su música rayaba en
estupidez de poeta delirante.
Es
decir: la idea de que el tango, el ceviche o el rock le produjeran millones a
algunos países era, hace medio siglo, una locura.
Todos
amamos nuestros propios países y todos quisiéramos que nos respetaran, nos
conocieran, nos visitaran, nos quisieran. Todos sabemos que si un visitante por
una vez en su vida prueba uno de nuestros platos, entra a una de nuestras casas
a cenar o nos acompaña a un mercado se enamoraría perdidamente de lo que somos.
Pero esa conciencia colectiva que flota sobre el orgullo de nuestra propia
construcción cultural no es más que un saludo a la bandera a la hora de
convertirlos en transeúntes por nuestros saberes y sabores.
A
la hora de vender, las buenas intenciones no bastan. Es más: nada más peligroso
que las buenas intenciones sin foco, sin estructura, sin planes, sin técnicas.
Y
suena irónico, pero que el ceviche o la samba le produzcan millones a través de
la venta de lo intangible no es intangible.
El
primer paso es sentir y creer que uno tiene el con qué, pero una vez que uno sabe que el potencial
está allí toca formarse y establecer estrategias.
Vender
ante el mundo a la gastronomía de mi país ha sido mi obsesión. Lo ha sido
porque tengo la certeza de que aquí confluyeron condiciones que generaron una
gran cultura, pero también sé que ello no se traducirá en un movimiento ni, más
concretamente, en divisas si no nos planteamos una estrategia.
Lo
que verán en este post y en el próximo es un decálogo con muy breves
explicaciones de cada punto. Es el plan de acción en el que creo, pero no el
definitivo. Mi buen amigo el escritor venezolano Willy McKey una vez me dijo:
“El conocimiento es un acto individual, pero la inteligencia es colectiva”.
Espero que ustedes, con sus comentarios a este escrito, me ayuden a sumarle
puntos a este decálogo que busca la construcción de una marca-país alrededor de
nuestra cocina.
I. Los
descriptores
El
encuentro entre fogones y visitantes es un complejo matrimonio de expectativas:
están aquellas que espera encontrar el viajero y están los aspectos de nuestra
cultura por los cuales uno desea ser conocido.
Todo
visitante viaja con un imaginario y la industria de la restauración debe saber
cuál es. ¿Se imagina ir a Perú y que en los tres restaurantes que visite no
haya ceviche? ¿Ir a España y que no haya jamón? ¡El viaje estaría incompleto!
Yo
soy de los Andes venezolanos y, aunque uno jamás hace pastelitos de carne en
las casas, entiendo perfectamente que quien visita mi ciudad los está
esperando, aunque me encantaría que esos visitantes supieran también de la
grandeza de nuestro mondongo de res.
He
bautizado esos elementos como descriptores primarios, secundarios y terciarios,
tal como lo expuse hace tiempo en “Mi país en un afiche”. Los primarios son aquellos elementos que dan la
tierra y el mar y se asocian inequívocamente con un país: ají dulce en
Venezuela o salmón en Noruega, por ejemplo. Esos que van directo a la olla, los
del perfume. Los secundarios son aquellas preparaciones populares que terminan
por convertirse en ingredientes de otros platos: la morcilla en España o el
curry en la India. Es la cocina de la comunión entre el saber histórico y el
creador. Podrá ser genial la invención de un bombón de morcilla carupanera
relleno de queso guayanés, pero es imposible hacerlo sin antes comprarle a un
artesano buena morcilla y buen queso. Y los terciarios son aquellas recetas que
definen a una cultura: carne a la brasa en Argentina o arroz salteado en China,
por ejemplo.
Saber,
enseñar y reconocer cuál es el recetario tiene implicaciones desde festivales
típicos hasta la exportación de nuestra manera de ser. Es fundamental que cada
país (y cada región) acuerde cuáles son estos elementos y haga literalmente un
afiche que todos los entes (restaurantes, hoteles, etcétera) conozcan, para que
tengan claro qué es lo que se espera de ellos.
II. Unas siglas: DOC
DOC
significa Denominación
de Origen Controlada y
lograr obtener esas siglas para un ingrediente o un producto es una búsqueda
que implica trabajo arduo, pero que paga y se da el vuelto.
Explicarlo
es relativamente sencillo: se trata de aquellos ingredientes o preparaciones
que sólo se dan de manera perfecta en una zona geográfica específica y, por lo
tanto, merecen ser registrados legalmente para evitar imitaciones fraudulentas.
Lograr
algo así pasa por un cuerpo de leyes internacionales complejo que logra
establecer cuáles elementos son patrimonio de la humanidad, así como los que
son patrimonio de una región.
No
puede pretenderse que los venezolanos patentemos la palabra cacao y
le prohibamos el uso del nombre al resto del mundo; pero perfectamente podemos
defender el nombre Cacao
Chuao, porque sabemos que sólo en la zona de Chuao se da un cacao
considerado excepcional en todo el mundo.
Las
implicaciones de una DOC son enormes, tanto por prestigio como por los
beneficios económicos. Casi todos los países poseen alguna (vinagre balsámico
de Módena en Italia, Tequila en Guadalajara en México, Jamón Ibérico en España,
por ejemplo) y tenerlas implica que, aunque la imitación sea impecable, fuera
de las zonas de denominación nadie puede usar esos nombres, so pena de costosas
demandas legales.
Para
que se entienda el poder emocional de una DOC, en el artículo “El tequeño podría dejar de ser
venezolano” especulé
sobre lo que pasaría si un día nos prohibieran escribir y usar la palabra tequeño. Pero hay que tener claro que establecer una
DOC va mucho más allá de las ganas y del orgullo. Hay que demostrar que se
trata de un elemento único en el mundo y, tal como lo escribí en “Mi perfume” sobre el ají dulce, esa diferenciación se da por el
largo equilibrio construido sobre el clima, la cultura y la sapiencia del
hombre.
El Cacao Chuao no
es único sólo porque corrimos con la suerte de que la providencia soltara la
semilla en el clima ideal. Lo es porque en esa zona se ha desarrollado a lo
largo de varios cientos de años una manera particular de tratarlo que, además,
sólo es posible dada la estructura matriarcal imperante.
Lo
más complejo de una DOC es ponerse de acuerdo. Implica que en el país donde hay
una, ningún productor puede hacerlo de forma distinta. Si un día decidimos que
nuestro tequeño se hace con una masa específica, todo aquel que lo haga
distinto tendrá que vender su producto bajo otro nombre.
Las
DOC son el elemento más rentable detrás del turismo gastronómico, pero para
obtenerlas es necesario entender tierra, hombre y saberes, para que luego un
gran conglomerado formado por la academia, los oficiantes, los industriales y
los legisladores se pongan de acuerdo.
III. Un
calendario de festivales
Hacer
festivales gastronómicos es una de las medidas más efectivas y de las que dan
resultados a corto plazo. Cuando se ha decidido convertir a la gastronomía en
cohesionador de un ideario cultural, los festivales unen mucho a la comunidad,
premian a sus exponentes destacados, generan rutas turísticas, permiten
planificar calendarios, actúan como mejoradores de las tradiciones al hacer de
la competencia un incentivo, convocan a mucha población y, sobre todo, terminan
por convertirse en garantes de que el recetario popular no se pierda. Por lo
tanto son (junto a la documentación) el vehículo natural para indexar el
patrimonio.
En
el plano local, es notable el caso de Margarita Gastronómica (pueden ver algo
de esto en “Sobre lágrimas y flores”), donde se muestra una isla con una fiesta de calle
que pareciera no acabar.
Pero
hacer festivales de cocina es literalmente una ciencia social que debe hacerse
de la mano de aquellos que se han formado para entender y trabajar con las
personas como recurso. Ésa es la única forma de lograr lo más importante de
todo festival: continuidad y hábitos.
Gestores
culturales, productores, gremios, comunidades, gobierno, sociólogos… ¡todos
trabajando de la mano! Porque el éxito de un festival está en que se haga todos
los años en el mismo momento. Eventos masivos de canto, cine, baile, cocina,
entre tantos en el ámbito cultural, han logrado su prestigio gracias a comités
de producción que trabajan con años de anterioridad esos que están por venir.
Son
tres los tipos de festivales que se deben planificar, respetar e incentivar:
los de carácter popular, que casi siempre giran alrededor de una receta
particular o de un ingrediente en una época específica del año; los que tienen
su eje en el concurso del evento y aquellos en los que el gremio de oficiantes
actúa en conjunto. En el primer caso hablamos de concursos dados por la
estacionalidad (por ejemplo: el Festival de La Sardina) y de la receta que ha
dado prestigio (por ejemplo el Festival de la Empanada); y en el segundo caso
hablamos de festivales donde un jurado o el público premia a los mejores
exponentes (el Concurso de la Tortilla de Papa, el Concurso del Pan de Año o el
Concurso del Joven Cocinero Regional); y el tercer tipo de festivales son esos
congresos, las expos y los festivales donde el gremio de cocineros toma las
riendas de la gerencia cultural.
IV. Nombre
y apellido
La
cultura la hace la gente. La hacen los garantes, los artistas, los oficiantes,
los investigadores. No hay promoción cultural sin nombre y apellido. De los saberes,
de los profesionales y de la academia.
Así
como, tomando la palabra del mundo del vino, describí la necesidad de
establecer tres bloques de descriptores gastronómicos, también es necesario
conocer y reconocer a aquellas personas que hacen contribuciones y hacer una
lista. Como estrategia, esta decisión va mucho más allá del respeto y del ego:
sin héroes no hay proceso; sin referencias no hay proceso; sin historia no hay
proceso.
Todo
movimiento cultural se sustenta en el nombre y apellido de gente. Hablar de
tango es hablar de compositores, hablar de galerones es hablar de cantantes y
hablar de cocina es, igualmente, hablar de gente. Toda comunidad debe aprender
a aplaudir y homenajear. Es un ejercicio bonito de humildad colectiva y de
certeza.
Son
tres las listas de nombres que hay que levantar y ninguna es más importante que
la otra.
La
primera es la de los garantes de saberes y sabores. Aquí entran las personas
que toda la vida han hecho o hicieron muy bien un plato o un producto en un
local y convocan multitudes. Desde la empanadera que tiene treinta años en una
plaza, hasta el inmigrante que popularizó un ahumado. Desde el señor que es
famoso porque cada mañana se levanta a hacer un mondongo hasta el que todos los
años ganó el concurso de guiso de chivo.
Otro
grupo de nombres es el de quienes han hecho de la cocina su profesión desde los
patrones de la innovación y la revisión. Los chefs, los cocineros, los que
trabajan la Alta Cocina. Ellos son los cerrajeros, porque su fama abre muchas
puertas desde su condición de embajadores. Son aquellos nombres que se aprenden
los chicos de las escuelas de cocina. Los que crean movimientos culturales. Los
ideólogos del oficio.
Finalmente
está el grupo de quienes han hecho de la investigación y la documentación su
obsesión: antropólogos, sociólogos, historiadores, periodistas, escritores,
investigadores, cronistas. Aquellos que hacen que un país sea reconocido en
todo el mundo desde las vitrinas de las librerías y desde el salón de las
academias.
Ya
hace varios años escribí el artículo “Embajadores vinotinto” que muestra claramente que nombre y apellido en
cocina es una forma de tener embajadores culturales. Y son muchos los perfiles
de cocineros de alta cocina (“Los tiempos de Héctor Romero”, por ejemplo) y populares (“El cuajao de Isabel”, por ejemplo) que he escrito, tras la búsqueda de
una crónica que aplauda a nuestros mejores exponentes.
V. El
patrimonio intangible es una marca
Cuando
se habla de patrimonio inmaterial o intangible, nos referimos a aquellos
aspectos de un país que hablan del acto creador.
Hay
que entender que lo patrimonial no está formado únicamente por los bienes
canjeables de riqueza (oro, agua, petróleo), la tierra (espacio territorial a vender
o alquilar), los activos de infraestructura (puentes, edificios) y los bienes
culturales de valor comercial (obras de arte, monumentos, antigüedades). El
patrimonio de una nación también está en sus ideas, sus ritos y su oralidad.
Reconocerlo es quizás uno de los pasos más trascendentales que ha dado el
hombre. Para que se entienda mejor: por primera vez un libro no sólo vale por
su rareza sino por las ideas que contiene.
Creer
en el patrimonio inmaterial como concepto que le genere riquezas a un país
cambió por completo la escena de mercadeo de las naciones. Y la cultura
gastronómica es patrimonio inmaterial.
Hoy
prácticamente todas las naciones tienen un logotipo, un eslogan y una serie de
valores asociados. El viejo estilo de mercadeo donde paisajes y monumentos eran
la punta de lanza le ha dado paso a uno más impalpable pero más eficaz: algunas
naciones desean verse como espacios de amor, otras de meditación, otras de
alegría, otras de pujanza. Y la única forma de vender valores es desde los
ritos y la cultura.
No
hay que tener miedo en pensar en un país como un activo que deba mercadearse
desde una marca como si fuera un producto. Irónicamente la aparición del
concepto de lo inmaterial en algo tan capitalista como vender un producto ha
sido el principal muro contra ese lado perverso de la globalización que es la
anulación de las fronteras culturales. ¡Si deseas vender a tu país desde su
cultura, debes inventariar y defender esa cultura!
Puede
parecer que generar una marca-nación con eslogan y logotipo debe ser el último
paso, una vez resueltos todos los aspectos precedentes ya comentados (y por
comentar en la segunda parte). Pero así como para cualquier aventura comercial
ayuda mucho enfocarse desde el principio en las líneas de investigación y de acción,
cuando se define una marca, con misiones y visiones adosadas, siempre estará
adosada una forma de ver la vida y el lenguaje que nos define.
Puede
resultar grosero pensar que una nación no se diferencia de un par de zapatos
deportivos a la hora de salir a venderla, pero si entendemos que hoy en día un
zapato no se mercadea por duradero (lo tangible), sino por el estilo de vida
que le confiere al usuario (lo intangible), puede resultar menos descabellado
pensar que detrás de la promoción de valores culturales, los publicistas,
diseñadores y creativos tienen mucho que aportar.
Hay
un texto que titulé “Burocracia versus marca-país” que, aunque está enfocado a detectar aquellos
aspectos que han frenado una marca-país para Venezuela con la gastronomía como
eje vector, resume lo hasta aquí expuesto. Y en “Margarita: la construcción de
una marca” narré un caso
(bastante importante) que se ha venido dando en esa dirección esta isla donde
habito.
En
la próxima parte veremos los otros cinco aspectos que faltan en este decálogo
para la construcción de una marca Venezuela alrededor de su gastronomía. Y
entenderemos por qué es necesario hacerlo. Es nuestro pequeño plan de acción,
de cara a este siglo XXI que no termina de arrancar.
VI. Sustentabilidad
Pocas
cosas más peligrosas que las personas con poder que tienen buenas intenciones,
pero carecen de las herramientas técnicas y el conocimiento para llevarlas a
cabo. No sólo hacen que se pierdan oportunidades históricas, sino que quienes
vienen después deben dedicarse a reconstruir.
Cuando
se trata de promoción gastronómica, existe una responsabilidad permanente con
la sustentabilidad ecológica e histórica del patrimonio. Naturaleza,
economías locales y estructuras sociales conviven en medio del más frágil de
los equilibrios. Se necesita muy poco para destruir el entramado que, a lo
largo de décadas, logra erigir una comunidad.
Ya
hemos visto las inmensas ganancias, tanto emocionales como económicas, que
puede conferirle a un país la construcción de una marca-país alrededor de la
gastronomía como patrimonio cultural intangible. Pero esa ganancia trae adosada
una enorme responsabilidad. El concepto de un mundo verde, orgánico y justo
gana espacios donde muchas veces impera el camino del eslogan de mercadeo
atractivo (como bien expuse en mi escrito “Verde, orgánico, justo”) en lugar de un cuidado verdadero que vincule
estos conceptos. Por eso es fundamental que quienes estamos haciendo
gerencia cultural nos formemos, nos asesoremos y entendamos las consecuencias
de nuestros actos.
Vivimos
un momento en que la cocina emociona y entretiene. Y lograrlo muchas veces
tiene que ver con ser original. Distanciarse, especialmente en alta cocina,
depende de poseer y “descubrir” ingredientes nuevos, pero nuestro poder de
promoción es muy grande y con rapidez podemos poner de moda ingredientes y
comunidades, sin detenernos a pensar en las consecuencias de ese estrellato
súbito del cual podemos ser culpables.
Ha
llegado el momento en que los cocineros, y todos los involucrados en
restauración, nos hagamos cuatro preguntas básicas que muchos en otros oficios
se han hecho: ¿Con lo que hago empobrezco la tierra? ¿Con lo que hago
empobrezco a otras personas? ¿Con lo que hago empobrezco el entramado cultural
de otros? ¿Con lo que hago empobrezco la salud de la gente?
VII. Estacionalidad
A
estas alturas hemos atendido dos elementos útiles para construir las
bases para la promoción gastronómica: festivales y sustentabilidad. Y para que
ambos tengan sentido hay que entender la estacionalidad como uno de
los grandes aliados. Entonces, surgen tres preguntas más: ¿Cómo hablar de
estaciones en países que aparentemente no las tienen? ¿Qué hacer con esta
Venezuela de trópico barroco que se bambolea entre azul de cielo y lluvia
torrencial? ¿Estamos de verdad dispuestos a respetar las estaciones
gastronómicas?
El
primer paso es hacerle entender a todos los involucrados en el proceso que en
gastronomía la estacionalidad no tiene nada que ver con las cuatro estaciones
climáticas clásicas. Se trata de un concepto referido al
aprovechamiento de aquellos ingredientes que estpan disponibles durante un
tiempo limitado.
Todos
hablamos y entendemos la globalización. Y todos la criticamos cuando se trata
de procesos culturales. Pero rara vez estamos dispuestos a sacrificar la
comodidad de tener todo lo que queremos todos los días del año en todos los
supermercados. Solemos hablar de cocina
de mercado, de movimientos como kilómetro
cero (ver “kilómetro Quinta Crespo”), de respetar el entorno, ¿pero estamos realmente
dispuestos a no tener tomate o cebolla durante varios meses, para respetar los
tiempos naturales de crecimiento de ambos productos? No, no lo estamos. Y es
justamente esa presión la que ha llevado al ser humano al monocultivo y a
olvidar que hasta hace apenas unas décadas la gastronomía era, desde hace
milenios, un equilibrio entre la estacionalidad y el fogón.
Los
festivales populares de cocina suelen ser estacionales. Un Festival del Pan de
Año (Artocarpus altilis) se hace en época del fruto. Un
Festival de la Sapoara (un pescado del río Orinoco, en el estado Bolívar,
Venezuela) se hace en agosto porque en ese momento crece el río y ellas
vienen a desovar. Pero basta que quienes hacen gerencia cultural olviden esos
procesos y pongan de moda un producto, para que nos encontremos con festivales
en meses más rentables para el turismo o con una presión de consumo que supere
la demanda.
Además,
la estacionalidad no es sólo biológica. Puede darse por vedas legales
(parciales o temporales) que buscan protección de algunas especies. También
puede ser producto de la recomendación de científicos que activen algunas
alarmas. Un buen ejemplo del segundo caso es la alarma ante la moda de la
quinoa (Chenopodium quinoa), pues debido a esa moda las
poblaciones indígenas que históricamente la sembraron (en Bolivia y Perú,
principalmente) están sustituyendo muchos de sus sembradíos por
monocultivos de quinoa, generando una nueva pequeña clase social de millonarios
(que antes eran vecinos) paseando en grandes camionetas, pero
también muchos hambrientos que ahora tienen que importar desde otras poblaciones
el alimento, porque ya nadie lo siembra en el entorno. Semejante distorsión es
consecuencia directa de la buena intención de cocineros amantes del legado
precolombino y de comerciantes que creen en lo orgánico y el comercio justo.
Antes
de iniciar una moda, es fundamental hacer un catálogo estacional del país. Este
trópico “sin estaciones” es en realidad un barroco de biodiversidad (tal como
escribí en mi artículo “Niños recogiendo mangos”), donde cada mes es la estación de algún
producto. Quienes estamos en la industria de la restauración debemos consultar,
mes a mes, con cuáles productos contamos y, sobre todo, cuales no
deberíamos tocar.
De
hecho, conocer con meses de antelación aquello con lo que contaremos es el
sueño de todo cocinero, porque le permite predecir y planificar festivales de
cocina y menús de degustación de temporada. ¿No es temporada de cazón (Galeorhinus
Galeus)? ¡Mejor! En ese periodo las empanadas son de otro sabroso
pescado y cuando si haya tiburón, pues se celebra con vítores su temporada.
VIII. Documentación
Documentar
lo que vemos, lo que pensamos, lo que hacemos, lo que haremos. Documentar sin
parar. No hay forma de que una cocina sea reconocida internacionalmente si no
entendemos eso. Nuestra cocina tiene que estar en vidrieras de librerías, en
blogs, en fotos, en redes sociales, mostrada en documentales y en audiovisuales
cortos y largos.
Documentar
implica que otros en otros lugares (y en otras épocas) puedan replicar un
recetario. Documentar puede sacar del anonimato a un plato casi extinto, tal
como sucedió con nuestra polvorosa de pollo gracias a Armando Scannone.
Documentar es preservar la memoria y homenajear. Pero documentar también es
subir la vara de la calidad, porque crea referencias para otros.
Documentar
tu cultura implica colocar el nombre de tu país en un buscador de internet y
sentir orgullo.
Quien
no documenta, pudiendo hacerlo, es un egoísta que obliga a otros a pensar en
aquello que ya fue pensado. Quien documenta coloca ladrillos para que a partir
de ellos las generaciones futuras sigan edificando.
Queremos
leer, pero no estamos enseñando a escribir. El tiempo de la oralidad cultural
pasó y hoy en día de nada sirve una cultura gastronómica sin recetario y sin
investigación: de nada sirve una receta si, por estar mal escrita, es
irrealizable.
Es
fundamental que quienes hacen formación gastronómica enseñen a documentar.
Ámbitos gastronómicos profesionales como crítica, periodismo, cocina o
fotografía, poseen una forma muy específica de lenguaje. Y si esa narrativa no
es encarada con metodología, no sólo deja de lograrse una trasmisión pragmática
del conocimiento, sino que además un crítico deja de incentivar cambios necesarios,
el periodismo no pasa de la primera capa superficial de la reseña social, el
cocinero no logra que sus recetas sean replicables y el fotógrafo muestra
platos tristes y poco provocativos que poco contribuyen con la construcción
de una estética nacional.
Finalmente,
un aspecto en extremo necesario: establecer una disciplina documental, usando
como base los principios que hemos ido enumerando en este escrito, permitirá la
construcción de un concepto de país partiendo del ejercicio de la regiones.
Las
regiones pueden ser de carácter geográfico, porque la biodiversidad unifica
criterios (la cocina del sur, por ejemplo). Pero también pueden ser de carácter
cultural (la cocina llanera) o de carácter estadal (la cocina de Lara). Pero es
imposible hablar de la cocina de un país si primero no se documenta su cocina
regional. Unificar criterios desde el lenguaje y la bandera, como veremos más
adelante, pasa por este proceso.
No
podremos hablar de cocina nacional (y por lo tanto de marca-país) sin antes
definir aquellos aspectos en los que estamos de acuerdo desde la diversidad.
Tenemos
mucho tiempo encarando el lenguaje gastronómico desde planos afectivos. Ya es
hora de hacerlo con una mirada más técnica. Es momento de que los
cocineros hagamos muchos libros de recetas porque estos son reservorio de
nuestra memoria gustativa, dejan documentada nuestra oralidad y son parte de
nuestro pasaporte. Tal como escribí alguna vez en “La rebelión poética de
quienes suben a la red”,
no debemos sentir vergüenza por nuestra forma de escribir, porque no hay
palabra mas torpe que la no escrita.
IX. Lenguaje
Pocas
cosas más liberadoras que el lenguaje cuando expresa nuestra forma de ver la
vida y, al mismo tiempo, pocas cosas más colonizadoras.
No
es casual que lo primero que trata de sustituir todo invasor es el idioma. Y no
es casual el afán de los autócratas por sustituir nomenclatura y nombres por
unos nuevos. Pero cuando me refiero a lenguaje no sólo lo hago desde el plano
semántico, desde la palabra, sino también refiriéndome a la forma en la que
asumimos los ritos, las costumbres, el asco, la estética de nuestros utensilios
y hasta las reglas de nuestros concursos de cocina.
En
un viejo texto que titulé “Manifiesto Venezuela” decía que entendemos la necesidad de la palabra
como herramienta de comunicación entre pares, pero comenzamos apilar palabras
hermosas como sofrito, tostadito, hervor
suave y no nos da
vergüenza explicar que a veces las cosas deben endurecerse hasta tener el punto de un majarete. ¡Ésa es la clave!
Entender que existe un lenguaje técnico que también puede escribirse desde
nuestra manera de ver el mundo.
A
los alumnos en las escuelas de cocina se les explica que los caldos bases se
aromatizan con un atado que tiene laurel, tomillo, perejil y parte verde de
puerro. Y también se les explica que el nombre técnico de ese atado es bouquet garni. Está muy bien que sepan decirlo en
francés, porque será la forma de comunicarse con otros cocineros en cualquier
parte del mundo. Pero lo que no está nada bien es que piensen que todo caldo se
aromatiza con esa combinación que equivale a la infancia de los niños franceses
y que nadie les explique que en Venezuela eso se llama compuesto y que el
nuestro lleva cilantro, cebollín y yerbabuena.
Toda
forma de expresión es un lenguaje.
Que
nos parezca válido comer con nuestro tenedor la comida del
otro nos lleva a inventar platos para compartir. Que entendamos que
el pabellón es democrático, porque cada comensal lo come distinto (unos
revuelven todo, otros comen cada cosa por separado, otros revuelven primero
arroz y caraotas) nos lleva a entender que no nos gusta que nos indiquen cómo
comer (y explica el fracaso del pabellón presentado en capas, por ejemplo). Que
escribamos nuestras reglas de concurso hará que ollas de barro y cucharas de
madera, hoy prohibidas, regresen a lugar del cual jamás debieron haber salido.
Entender
que hay que redefinir nuestro discurso es, tal como escribí en “Del discurso y su método”, no sólo explicar nuestra gastronomía desde sus
orígenes, sino también desde el entendimiento de su evolución gracias a la
sapiencia y al hedonismo del colectivo.
Ha
llegado el momento de decir que un fumet
de poisson es un
sancochito aguado bien sabroso (pero sin ají dulce) que hacen los franceses.
X. Bandera gastronómica
El
logotipo comestible del mercadeo gastronómico es lo que se llama bandera
gastronómica. Es un ejercicio muy bonito decidir colectivamente cuál habrá de
ser. Todas las regiones desearían que uno de sus platos emblemáticos pase a ser
esa bandera, pero no todo plato posee las características necesarias.
El
primer paso es decidir cuáles son los platos que han traspasado el ámbito
regional para convertirse en platos nacionales. Por ejemplo: el pabellón
criollo y la hallaca. Pero no basta con que un plato esté presente en todas las
regiones de un país para que pueda ser bandera gastronómica, ya que
debe tratarse de un plato que también sea replicable con facilidad (que se
pueda estandarizar) y que siempre quede igual. Por eso debe tener elementos que
se puedan importar desde el país de origen (envasados y con código de barras),
debe permitir emprendimientos gastronómicos fuera de sus propias fronteras
(casi siempre se trata de platos de cocina rápida) y debe tener sabores
aceptados universalmente o, al menos, de amplio espectro. Lograr todo eso al
mismo tiempo no es nada fácil.
Si
lo vemos con detenimiento, platos como el ceviche peruano, el taco
mexicano, el arroz chino, la hamburguesa norteamericana, la salchicha alemana o la
pizza reúnen todas las condiciones descritas.
Un
plato bandera no necesariamente es el mejor plato de un país ni el más
complejo: es sencillamente aquel que permite exportar una forma cultural.
En
el caso de Venezuela, la arepa es claramente esa bandera. En “Días de arepa” soñé lo que podría significar esa arepa para un
venezolano, desde su niñez hasta cuando emigra con ella debajo del brazo.
Para
servir arepas primero hay que aprender a cocinar (¡y mucho!), porque hacer una
arepa rellena de asado negro, de carne mechada o de pisillo de cazón implica
entender bien las técnicas y la sazón venezolanas. Después hay que entender
nuestro lenguaje desde sus entrañas más urbanas, hasta decir, para nombrarlas, pelúa, sifrina, dominó o reina pepiada.
De
allí que lo más interesante que tiene la arepa como bandera gastronómica es que
en el fondo es un Caballo de Troya que lleva en sus entrañas buena parte de la
cultura de nuestro país.
Hay
una frase de Aldous Huxley que he repetido en muchas ocasiones: “La
indiferencia es una forma de pereza, y la pereza es uno de los síntomas del
desamor. Nadie es haragán con lo que ama”.
El
trabajo para posicionar a Venezuela en el ámbito gastronómico desde la
intangibilidad cultural es colosal, pero el amor que le tenemos no nos
perdonaría la pereza. Empecemos."